Al estudiar la truculenta infancia de estrellas parecidas a nuestro Sol con el observatorio espacial Herschel de la ESA, los astrónomos han descubierto que los poderosos vientos estelares podrían ser la clave para resolver el misterio de los asteroides en nuestro Sistema Solar.
A pesar de su pacífica apariencia en el cielo nocturno, las estrellas son hornos abrasadores que entran en funcionamiento a través de violentos procesos – y nuestro Sol, de 4.500 millones de años, no es una excepción. Para poder analizar su dura infancia, los astrónomos recogen pruebas en nuestro Sistema Solar y estudiando otras estrellas jóvenes de nuestra Galaxia.
Un equipo de astrónomos, mientras utilizaba los datos de Herschel para estudiar la composición química de las regiones donde se están formando estrellas en la actualidad, descubrió que una de ellas era diferente.
El inusual objeto es una prolífica guardería estelar conocida como OMC2 FIR4, una aglomeración de nuevas estrellas inmersas en una nube de polvo y gas cerca de la conocida Nebulosa de Orión.
“Nos sorprendió descubrir que la proporción de dos compuestos químicos, uno basado en el carbono y en el oxígeno y el otro en el nitrógeno, era mucho menor en este objeto que en cualquier otra protoestrella conocida”, explica Cecilia Ceccarelli, del Instituto de Planetología y de Astrofísica de Grenoble, Francia, quien dirigió este estudio junto a Carsten Dominik de la Universidad de Ámsterdam, Países Bajos.
En un entorno extremadamente frío, esta inusual proporción podría indicar que uno de los componentes está congelado, formando granos de polvo y volviéndose indetectable. Sin embargo, esto no debería ocurrir a las temperaturas relativamente ‘altas’ que se pueden encontrar en las regiones de formación de estrellas como OMC2 FIR4, de unos -200°C.
“La causa más probable en este entorno sería un fuerte viento de partículas muy energéticas, liberado por al menos una de las estrellas embrionarias que se están formando en la región”, añade Ceccarelli.
Los rayos cósmicos, unas partículas energéticas que impregnan toda la Galaxia, pueden disociar las moléculas de hidrógeno, las más abundantes en las nubes de formación de estrellas. Los iones de hidrógeno quedan así libres para combinarse con otros elementos también presentes en su entorno, aunque en una proporción mucho menor, como el carbono, el oxígeno o el nitrógeno.
Normalmente los compuestos de nitrógeno también se destruyen con rapidez, y el hidrógeno se vuelve a combinar con el carbono y con el oxígeno. Al final, este último compuesto es mucho más abundante que el primero en todas las guarderías estelares conocidas.
Sin embargo, esto no sucede en OMC2 FIR4, lo que sugiere que el viento de partículas energéticas está destruyendo las dos especies químicas, manteniendo sus concentraciones a un nivel bastante parecido.
Los astrónomos piensan que en el Sistema Solar primitivo también sopló un viento igual de violento, y esta hipótesis podría ayudar a explicar el origen de un elemento químico muy especial detectado en los meteoritos.
Los meteoritos son los restos de las rocas interplanetarias que han sobrevivido al viaje a través de nuestra atmósfera. Estos mensajeros cósmicos son una de las pocas herramientas que tenemos para estudiar directamente la composición de nuestro Sistema Solar.
“Algunos de los elementos presentes en los meteoritos indican que, hace mucho tiempo, estas rocas contenían una forma de berilio. Esto es muy desconcertante, ya que no podíamos entender cómo había llegado hasta ahí”, comenta Dominik.
La formación de este isótopo – berilio 10 – en el Universo es un enigma de por sí. Los astrónomos saben que no se forjó en el interior de las estrellas, como muchos otros elementos, ni en las explosiones de supernova que se producen cuando una estrella masiva llega al final de su vida.
La mayor parte de berilio 10 procede de las colisiones entre partículas muy energéticas y elementos más pesados, como el oxígeno. Pero este isótopo decae rápidamente a otros elementos, por lo que se tuvo que formar justo antes de impregnar las rocas que más tarde llegarían a la Tierra como meteoritos.
Nuestro propio Sol tendría que haber generado un intenso viento en su juventud para desencadenar este tipo de reacciones y explicar la concentración de berilio detectada en los meteoritos de nuestro Sistema Solar.
Estas nuevas observaciones de OMC2 FIR4 constituyen una prueba sólida de que las estrellas son capaces de producir este tipo de vientos en su infancia.
“Observar regiones de formación de estrellas con Herschel no sólo nos permite ver qué sucede más allá de nuestro vecindario cósmico, también es una forma crucial de recomponer el pasado de nuestro propio Sol y de nuestro Sistema Solar”, concluye Göran Pilbratt, científico del proyecto Herschel para la ESA.
Fuente
Web http://grupogabie.blogspot.com/
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