Por alguna razón que no alcanzo a comprender, la mayoría de los humanos tenemos la extraordinaria y engañosa convicción de ser el centro de todas las cosas. De que todo lo que existe está hecho para nosotros y está colocado ahí para nuestro uso y disfrute particular.
Extraña creencia para una especie, la nuestra, que lleva en el planeta apenas un par de millones de años… Nada, si los comparamos con los cerca de 4.000 millones de años que tiene la historia de la vida en la Tierra. Un tiempo inimaginablemente largo, durante el que millones de especies han surgido, reinado y desaparecido después para siempre.
Algunas de esas especies, por supuesto, dominaron el mundo durante mucho más tiempo que nosotros… Los dinosaurios, por ejemplo, fueron dueños absolutos de tierra, mar y aire durante ochenta largos millones de años, cuarenta veces más del tiempo que nosotros llevamos aquí… Y las bacterias reinaron en solitario a lo largo de 3.000 inacabables millones de años, la mayor parte de la historia misma de la vida en este planeta. Aún en la actualidad, Archaea, el reino de las bacterias, es el mayor y más extendido de todos los dominios de la vida terrestre. Algo que, por cierto, ignorábamos hasta la década de los cincuenta del pasado siglo…
Las criaturas complejas, las que están formadas por más de una célula son, somos, un experimento relativamente nuevo de la naturaleza. Si desaparecieran, si desapareciéramos de golpe todos los mamíferos, las aves, los peces y las plantas, las bacterias seguirían viviendo y transformando el mundo como siempre lo han hecho, sin haberse siquiera dado cuenta de nuestro breve paso por él.
Hace dos millones de años, ayer mismo, nuestros antepasados africanos medían un metro veinte, estaban cubiertos de pelo y apenas si estaban aprendiendo a ponerse de pie para caminar erguidos. ¿Somos realmente el punto culminante de la evolución?
Evidentemente, algo tenemos que tener si hemos logrado dominar la Tierra en un tiempo tan corto. La cuestión está en saber durante cuánto tiempo seremos capaces de mantener ese dominio. Tiendo a pensar que ese antropocentrismo casi enfermizo que muchos padecemos se parece bastante al egoísmo innato de los niños más pequeños. Somos una especie aún muy joven y lo tenemos casi todo por aprender.
Por supuesto, nuestra necesidad de ser el ombligo del mundo también se extendió al cielo. Durante siglos quisimos creer que la Tierra era el centro de todo y que los demás astros giraban a su alrededor. Galileo nos apartó del centro y puso al Sol en nuestro lugar. Lo cual, por cierto, le valió ser perseguido y juzgado duramente por las autoridades de su época, que le obligaron a retractarse públicamente de sus ideas.
Pero ha sido el siglo XX, y lo que llevamos del XXI, lo que nos ha apartado del centro de una forma brutal y definitiva. La mayor parte de las personas de hoy en día saben que la Tierra no es el centro de nada. Y que nuestro mundo es sólo uno más, el tercero (después de Mercurio y Venus) de un pequeño sistema de planetas que giran alrededor del Sol. Muchos, aunque no todos, saben también que ese Sol al que debemos la vida no es más que una estrella corriente, de tamaño medio, una entre los cientos de miles de millones de estrellas similares que forman nuestra galaxia, la Vía Láctea, nuestro auténtico hogar en la inmensidad del espacio.
Nuestro sol, con toda su corte planetaria, Tierra incluida, resulta del todo indistinguible en el conjunto, apenas un punto de luz entre millones de puntos idénticos, y además ocupa una posición muy alejada del centro de la galaxia, en el extremo exterior de uno de sus brazos espirales.
Algunos, los menos, conocen también la existencia de otras galaxias, parecidas a la nuestra, cada una con sus miles de millones de soles, muchos de ellos con sus propios sistemas planetarios. Muchas de esas galaxias viajan en solitario, otras forman grupos que a su vez se unen en grupos mayores, salpicando el Universo entero, hasta sus mismísimos confines, con largos filamentos luminosos hechos de grupos de galaxias y cuya estructura recuerda la de la tela de una araña. El número total de esas galaxias nos lleva, una vez más, al incómodo terreno de los billones. El total de todo eso, solemos pensar, es el Universo en que vivimos.
Cierto, pero no basta. Muy pocos, en efecto, son conscientes de que incluso toda esa inmensidad que se abre ante nuestros ojos cada noche constituye apenas una pequeña parte de lo que en realidad existe. Y es que el Universo es mucho más de lo que se puede percibir a simple vista... o incluso con el más poderoso de los telescopios.
De hecho, todo lo que vemos, planetas, soles, galaxias... todo, apenas si es suficiente para dar cuenta de un pequeño porcentaje de lo que el Universo, en realidad, es. O, dicho más exactamente, los átomos ordinarios, los que forman la materia “normal”, de la que nosotros y todo lo que podemos ver está hecho, apenas constituyen el 4% del total de la masa del Universo. En ese estrecho porcentaje caben la Tierra, el Sol, el sistema solar, nuestra galaxia con todas sus estrellas y todas las demás galaxias que alcancemos a ver con nuestros instrumentos de observación más potentes. Sólo un 4%... Lo cual nos deja con un enorme 96% de... ¿De qué?
Otro tipo de materia
A los científicos les gustaría mucho poder decir que esta cuestión está resuelta. Pero no es así. Y no se trata tanto de averiguar si existen en algún lugar materiales o aleaciones desconocidas para nosotros (lo cual es muy probable), sino de saber si «allí arriba» hay algún «otro tipo de materia» que «funcione» de forma completamente distinta a la que nos es habitual.
Hemos encontrado ya dos pistas. La primera, una misteriosa forma de materia que no brilla, no emite ningún tipo de radiación y es completamente indetectable para nosotros. Sólo conocemos su existencia por sus efectos gravitatorios sobre la materia ordinaria, la que sí podemos ver, a la que obliga a moverse y contorsionarse de forma aparentemente antinatural. La hemos llamado “materia oscura”, y ni siquiera sabemos si está hecha de átomos… Lo que sí sabemos es que da cuenta de otro 23% de la masa total del Universo, lo que significa que es casi seis veces más abundante que la materia que forma las estrellas.
El 73% restante es, si cabe, aún más misterioso, y se cree que está relacionado con una clase de energía, la llamada “energía oscura”, que podría ser la responsable de que todo el Universo se esté expandiendo, como sucede, cada vez más deprisa…
Qué lejos del centro nos han empujado estos conocimientos. En apenas unos siglos hemos pasado de ser el ombligo del Universo a un simple punto en un mar de puntos en el extremo de una galaxia que navega entre billones de otras galaxias. Y, por si fuera poco, incluso la materia de la que estamos hechos no es más que un residuo, las cenizas de la sustancia, sea cual sea, que realmente importa en el Universo.
¿Una lección de humildad? Seguramente. Pero también, espero, el camino que nos sacará para siempre de nuestros deseos infantiles para colocarnos en la realidad. Una realidad cambiante, extraña y sobrecogedora que apenas estamos empezando a conocer.
Fuente
Web http://grupogabie.blogspot.com/
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